Serie: | NA |
Editoras: | Casa de la poesía |
Géneros: | Prosa |
Autoría: | Armand Octavio |
Páginas: | 62 pages |
Tags: | Ensayo |
Language: | Español |
Dueño: | Biblioteca Armando Rojas Guardia |
Notas extras: | NA |
En El aliento del dragón (2005) Armand exploró el centro mismo de esas analogías morfológicas. En el espejo –escindiéndolo, diseccionándolo, interrogándolo– ahora aparecía un bisturí. En la relación entre arte y medicina, Armand vio una forma fundacional de la relación occidental con el cuerpo. Antes que los poetas, novelistas, pintores y filósofos del Renacimiento, el cuerpo fue descubierto –quizá incluso inventado– por los anatomistas. La anatomía europea era a la vez arte y ciencia. Hubo teatros de anatomía (operativos desde el siglo XV) y también retratos minuciosos de sus protagonistas: los cadáveres. El cuerpo era una profundidad, no una superficie opaca. Otro laberinto. No sin desmembramientos, cicatrices. Lo que en Europa fue un espectáculo del conocimiento y un translúcido latido, en América demasiadas veces se manifestó como carnicería y ladrido. Es imposible negar –dice en “El corazón como espectáculo” (1989)– que aquí la historia se manifestó como disección. Nuestras pequeñas historias patrias están –o deberían estar, si las redactase Homero– llenas de moscas. Cómo zumban.
La visión anatómica, concentrada en el cuerpo y sus funciones, se expandió a otras disciplinas. El arte renacentista creó los cimientos de una estética visceral. Fascinados por el cadáver y la putrefacción, por lo que revelaban paradójicamente de la vida, los artistas y escritores se disfrazarán de cirujanos. Rembrandt y Leonardo asimismo exploran entrañas, secretos orgánicos. El ojo es una víscera y el pincel un bisturí. La imagen misma se hace orgánica, corpórea. En los retratos, la mirada se abisma: se hace adivinanza.
Si en El aliento del dragón se detuvo en la iconografía renacentista del cadáver y su fortuna posterior en el arte occidental, en “La firma de Holbein” (1989) Armand examina el papel de la calavera. Se trata de una variación sobre Los embajadores (1533, Fig. 1) vistosa afirmación de poder ensombrecida por una convidada soberana y burlona. En la calavera de Holbein está cifrada no solo una remembranza del tiempo sino una dádiva de la imagen: tanto los embajadores de Holbein como la calavera le devuelven la mirada a un espectador confundido por y en lo que ve. La mirada frontal y la mirada oblicua capturan imágenes diferentes. Esa confusión es una confirmación. Las figuras del poder son fantasmas impuestos. El poder, una mascarada. La muerte también se disfraza. La calavera ríe. En el Blanco sobre blanco (1918) de Malevich –espejeante y descarnado a la vez– se sigue adivinando esa risa.
En el siglo XX el lenguaje también sería diseccionado como un cadáver. O lo que es lo mismo: como una imagen del cuerpo, como la fuente de la representación. El horror ante el sacrilegio se repetiría. La mesa del analista es una mesa de disección. No sin sorprendentes encuentros. La mirada en profundidad operada en el lenguaje descubrió otras funciones, enigmas, fulgores. La irreverencia del análisis sirvió de acicate para insuflar vida a la palabra. No bastaba con descifrar jeroglíficos: había que crearlos. Contra la descomposición, la momificación y la fosilización del lenguaje: composición, exorcismo verbal, bufonada patafísica. La página en blanco –escribió en el prólogo a Contra la página (2015)– no es el punto de partida sino la meta.
Merodeando por los ensayos de Armand sobre la imagen, he imaginado esa página como un espejo transparente. Esa superficie es también un rompecabezas y una soberanía extraterritorial. Señala un apetito de presencia. Armand es un nómada y un acróbata en ese espacio sin tierra pero con aire, espuma diáfana: mar hospitalario, recomenzado. Tanto como la luz y la sombra –escucho o invento la voz en off de Armand– el aire nos transforma. La poesía –que es la pintura por otros medios– no como stendhaliana promesa de felicidad sino como nacimiento.
Fuente: LEONARDO RODRÍGUEZ PARA .EL-NACIONAL.COM