No son pocas las obras literarias que se han encargado de representar la violencia en sus múltiples manifestaciones a lo largo y ancho del tiempo, que han procurado recurrir a una crítica de la misma, que la han estetizado, que la han cifrado como código cultural o que han intentado entender sus mecanismos. Dentro de este cúmulo de obras, me pregunto cuáles han sido las que evitaron apropiarse de un dolor ajeno intransferible, irrepresentable, incomunicable. No ha de ser fácil, supongo, evitar caer en la tentación de colocarse en una posición paternalista y decir: “Ahora me toca, es mi responsabilidad ‘dar voz a quienes no pueden alzarla’”, y en este movimiento tener como resultado una voz modificada, ficcionalizada, que ya no dice lo que el Otro siente, sino lo que uno imagina que siente, haciéndonos pensar -por lo tanto- que durante el pacto de ficción, cuando oímos esa voz, nos ponemos empáticos y decimos: “Qué terrible…”, sólo para después continuar tranquilamente con nuestras vidas.
Sin embargo, en este artículo no hablaré de estas de obras, de este tipo de prácticas de la escritura que son muy apropiadas, sino de las otras: ésas que saben lo que no es suyo y lo dejan hablar por sí, es decir, las desapropiadas. Cristina Rivera Garza, a propósito de las relaciones entre la escritura contemporánea y la violencia de Estado, y entre estas dos y la política, realiza una reflexión teórica a lo largo de su libro Los muertos indóciles que la lleva a proponer un término de cierto tipo de práctica escrituraria que denomina desapropiacionista, la cual pretende “animar una conversación donde la escritura y la política son relevantes por igual”. Bajo estos términos, la poética desapropiacionista entabla con el lenguaje una coyuntura y distanciamiento entre lo propio y lo ajeno, entre el signo de una autoría que se vuelve a insertar en el circuito del capital cuando toma y estetiza lo que no es suyo y las otras autorías reconocidas en el texto que se dicen a y desde sí mismas [Rivera Garza, Los muertos indóciles]; a su vez, crea presente (en el sentido en que lo entiende Josefina Ludmer al hablar sobre las “literaturas postautónomas”, a quien Rivera Garza sigue también en su argumentación) y al mismo tiempo crea presencia gracias a su condición de textos que no permiten una lectura meramente literaria, que requieren otras formas de lectura y de producción de libros. Por ello, en tanto que toma en cuenta la conexión insoslayablemente social de la construcción del lenguaje, la estética desapropiacionista puede trabajar con materiales de archivo, testimonios, textos no literarios, y realizar otro tipo de composiciones que oscilan entre una lectura no literaria y una literaria.